Pero hubo un día en que, armado de coraje, cruzó aquella frontera invisible de la inseguridad y se aventuró en una nueva calle.
En un principio se sintió eufórico. Había muchas, muchas tiendas: de ropa, panaderías, de juguetes; también había bares, cafeterías, bancos; bancos en la calle donde poder sentarse para descansar... Así lo hizo en uno de ellos.
De pronto se descubrió viendo cómo desfilaba gente y más gente por la calle. Eso le provocó cierta sensación de agobio, de pérdida, con lo que decidió levantarse y dar media vuelta para regresar a casa. Una vez en pie no supo definir si el camino de casa lo tenía a su izquierda o a su derecha. Le entró el pánico y rompió a llorar como un niño.
Alguien le cogió por el hombro intentando consolarle. Le llenaron de preguntas pero ¡pobre de él! su mente se le había vuelto de pronto blanca como una enorme montaña de nieve: con el pánico le habían desaparecido los recuerdos.
A pesar de todas esas vicisitudes, lo que realmente le aterraba ahora era que las puertas habían desaparecido y así era imposible encontrar el váter. Irremediablemente se mearía encima.
El pobre notó cómo le rebuscaban en los bolsillos ¿Qué importancia podía tener ya eso si todas las puertas habían desaparecido?
Era sábado, el teléfono sonó en casa:
- ¿Dígame? ¿Quién es?
- ¿Los señores Márquez? -preguntó una voz al otro lado de la línea.
- ¡Sí, sí! ¿Ha pasado algo?
- No, no, tranquilícese. Estamos en la cafetería Alaska, es mejor que venga a recoger a una persona.
El señor Márquez colgó el teléfono y salió nervioso y renegando de casa. A su espalda quedaron flotando las palabras de su mujer:
- ¡Procura calmarte, ya sabes que eso podía llegar a pasar en cualquier momento!
En cuestión de diez minutos estaba en la puerta de la cafetería. El corazón le golpeaba con fuerza en el pecho ¿Qué se encontraría?
Le vio allí, al pie de la barra. Le acompañaban dos personas de aspecto bonachón y afable. El pobrecito se había meado los pantalones, pero lo que más le impresionó, le dolió al señor Márquez fue aquella mirada perdida, sin luz, aquel espíritu desvalido. Dos lágrimas cadenciosas le quemaron las mejillas. Tan sólo fue capaz de susurrar:
- Papá.
Con un abrazo quiso protegerle de todo el miedo y la pérdida que en aquella mañana había pasado.
- Fin -
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